El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha


TASA

Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de
los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por
los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho
libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que
al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio,
en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio
se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho
libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que dello conste, di la
presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y
seiscientos y cuatro años.

Juan Gallo de Andrada.

TESTIMONIO DE LAS ERRATAS

Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en
testimonio de lo haber correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre de
Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre
de 1604 años.

El licenciado Francisco Murcia de la Llana.

EL REY

Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación
que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la
Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso,
nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le
poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la
nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto
en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente
por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que
debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos
tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos
licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y
no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso
hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención, en todos estos nuestros
reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se
cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la
persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere,
o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que
hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de
cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha
pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia
parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo
sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir
el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al
nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va
rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro
Escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha
impresión está conforme el original; o traigáis fe en pública forma de cómo
por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha
impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas
las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que así fueren
impresos, para que se tase el precio que por cada volume hubiéredes de
haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima
el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con
el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno,
para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho
libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando
hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer
pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y
erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y
premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y
a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula
y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes
de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.

YO, EL REY.

Por mandado del Rey nuestro señor:

Juan de Amezqueta.

AL DUQUE DE BÉJAR,

marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de La Puebla de
Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos

En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda
suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes,
mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del
vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con
el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente
en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso
ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras
que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer
seguramente en el juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su
ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos
ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi
buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.

Miguel de Cervantes Saavedra.

PRÓLOGO

Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este
libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y
más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al
orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así,
¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la
historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos
varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en
una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste
ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los
campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud
del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren
fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de
contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas,
antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por
agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de
Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi
con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que
perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío
como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el
rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi
manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y
obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te
pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien
que dijeres della.

Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la
inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios
que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que,
aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer
esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille,
y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso,
con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano
en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío,
gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó
la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que
había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que
ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.

-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo
legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha
que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a
cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada
de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin
acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo
que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de
sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que
admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos
y elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino
que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en
esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado
destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un
regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo
qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores
sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras
del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o
Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de
carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos
autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas
celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo
sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que
tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío -proseguí-,
yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en
la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como
le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia
y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme
buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la
suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para
ponerme en ella la que de mí habéis oído.

Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en
una carga de risa, me dijo:

-Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he
estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he
tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo
que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que
es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan
tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el
vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores?
A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y
penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme
atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras
dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y
acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro
famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.

-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis
llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?

A lo cual él dijo:

-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os
faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se
puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después
los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al
Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que
hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere
algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta
verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la mentira,
no os han de cortar la mano con que lo escribistes.

»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las
sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino
hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos
sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle;
como será poner, tratando de libertad y cautiverio:

   Non bene pro toto libertas venditur auro.

Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes
del poder de la muerte, acudir luego con:

   Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
   Regumque turres.

Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros
luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de
curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem
dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos pensamientos,
acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la
instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:

   Donec eris felix, multos numerabis amicos,
   tempora si fuerint nubila, solus eris.

Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que
el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.

»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo
podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro,
hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi
nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías, o
Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en
el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el
capítulo que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para mostraros
hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en
vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa
anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas;
tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los
muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de
oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la
sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os
prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de
crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras,
Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el
mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os
dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de
la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y
si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a
Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más
ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino
que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la
vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las
anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y
de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.

»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen,
que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque
no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde
la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca
necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá
alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la
simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo
menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad
al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o
no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en
la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de
aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra
los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo
nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones
de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la
confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para
qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género
de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que,
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y,
pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no
hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la
Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas
y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo;
pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención,
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se
admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal
fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de
muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.

Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal
manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las
aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual
verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en
hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar
tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la
Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del
campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente
caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo
no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble
y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que
tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te
doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros
vanos de caballerías están esparcidas.

Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.

AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

   Urganda la desconocida
   Si de llegarte a los bue-,
   libro, fueres con letu-,
   no te dirá el boquirru-
   que no pones bien los de-.
   Mas si el pan no se te cue-
   por ir a manos de idio-,
   verás de manos a bo-,
   aun no dar una en el cla-,
   si bien se comen las ma-
   por mostrar que son curio-.
   Y, pues la expiriencia ense-
   que el que a buen árbol se arri-
   buena sombra le cobi-,
   en Béjar tu buena estre-
   un árbol real te ofre-
   que da príncipes por fru-,
   en el cual floreció un du-
   que es nuevo Alejandro Ma-:
   llega a su sombra, que a osa-
   favorece la fortu-.
   De un noble hidalgo manche-
   contarás las aventu-,
   a quien ociosas letu-,
   trastornaron la cabe-:
   damas, armas, caballe-,
   le provocaron de mo-,
   que, cual Orlando furio-,
   templado a lo enamora-,
   alcanzó a fuerza de bra-
   a Dulcinea del Tobo-.
   No indiscretos hieroglí-
   estampes en el escu-,
   que, cuando es todo figu-,
   con ruines puntos se envi-.
   Si en la dirección te humi-,

   no dirá, mofante, algu-:
   ''¡Qué don Álvaro de Lu-,
   qué Anibal el de Carta-,
   qué rey Francisco en Espa-
   se queja de la Fortu-!''
   Pues al cielo no le plu-
   que salieses tan ladi-
   como el negro Juan Lati-,
   hablar latines rehú-.
   No me despuntes de agu-,
   ni me alegues con filó-,
   porque, torciendo la bo-,
   dirá el que entiende la le-,
   no un palmo de las ore-:
   ''¿Para qué conmigo flo-?''
   No te metas en dibu-,
   ni en saber vidas aje-,
   que, en lo que no va ni vie-,

   pasar de largo es cordu-.
   Que suelen en caperu-
   darles a los que grace-;
   mas tú quémate las ce-
   sólo en cobrar buena fa-;
   que el que imprime neceda-
   dalas a censo perpe-.
   Advierte que es desati-,
   siendo de vidrio el teja-,
   tomar piedras en las ma-
   para tirar al veci-.
   Deja que el hombre de jui-,
   en las obras que compo-,
   se vaya con pies de plo-;
   que el que saca a luz pape-
   para entretener donce-
   escribe a tontas y a lo-.

AMADÍS DE GAULA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

   Tú, que imitaste la llorosa vida
   que tuve, ausente y desdeñado sobre
   el gran ribazo de la Peña Pobre,
   de alegre a penitencia reducida;
   tú, a quien los ojos dieron la bebida
   de abundante licor, aunque salobre,
   y alzándote la plata, estaño y cobre,
   te dio la tierra en tierra la comida,
   vive seguro de que eternamente,
   en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
   sus caballos aguije el rubio Apolo,
   tendrás claro renombre de valiente;
   tu patria será en todas la primera;
   tu sabio autor, al mundo único y solo.

DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

   Rompí, corté, abollé, y dije y hice
   más que en el orbe caballero andante;
   fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
   mil agravios vengué, cien mil deshice.
   Hazañas di a la Fama que eternice;
   fui comedido y regalado amante;
   fue enano para mí todo gigante,
   y al duelo en cualquier punto satisfice.
   Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
   y trajo del copete mi cordura
   a la calva Ocasión al estricote.
   Más, aunque sobre el cuerno de la luna
   siempre se vio encumbrada mi ventura,
   tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!

LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO

Soneto

   ¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
   por más comodidad y más reposo,
   a Miraflores puesto en el Toboso,
   y trocara sus Londres con tu aldea!
   ¡Oh, quién de tus deseos y librea
   alma y cuerpo adornara, y del famoso
   caballero que hiciste venturoso
   mirara alguna desigual pelea!
   ¡Oh, quién tan castamente se escapara
   del señor Amadís como tú hiciste
   del comedido hidalgo don Quijote!
   Que así envidiada fuera, y no envidiara,
   y fuera alegre el tiempo que fue triste,
   y gozara los gustos sin escote.

GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE DON QUIJOTE

Soneto

   Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
   cuando en el trato escuderil te puso,
   tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
   que lo pasaste sin desgracia alguna.
   Ya la azada o la hoz poco repugna
   al andante ejercicio; ya está en uso
   la llaneza escudera, con que acuso
   al soberbio que intenta hollar la luna.
   Envidio a tu jumento y a tu nombre,
   y a tus alforjas igualmente invidio,
   que mostraron tu cuerda providencia.
   Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
   que a solo tú nuestro español Ovidio
   con buzcorona te hace reverencia.

DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE

   Soy Sancho Panza, escude-
   del manchego don Quijo-.
   Puse pies en polvoro-,
   por vivir a lo discre-;
   que el tácito Villadie-
   toda su razón de esta-
   cifró en una retira-,
   según siente Celesti-,
   libro, en mi opinión, divi-
   si encubriera más lo huma-.
   A Rocinante
   Soy Rocinante, el famo-
   bisnieto del gran Babie-.
   Por pecados de flaque-,
   fui a poder de un don Quijo-.
   Parejas corrí a lo flo-;
   mas, por uña de caba-,
   no se me escapó ceba-;
   que esto saqué a Lazari-
   cuando, para hurtar el vi-
   al ciego, le di la pa-.

ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

   Si no eres par, tampoco le has tenido:
   que par pudieras ser entre mil pares;
   ni puede haberle donde tú te hallares,
   invito vencedor, jamás vencido.
   Orlando soy, Quijote, que, perdido
   por Angélica, vi remotos mares,
   ofreciendo a la Fama en sus altares
   aquel valor que respetó el olvido.
   No puedo ser tu igual; que este decoro
   se debe a tus proezas y a tu fama,
   puesto que, como yo, perdiste el seso.
   Mas serlo has mío, si al soberbio moro
   y cita fiero domas, que hoy nos llama
   iguales en amor con mal suceso.

EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

   A vuestra espada no igualó la mía,
   Febo español, curioso cortesano,
   ni a la alta gloria de valor mi mano,
   que rayo fue do nace y muere el día.
   Imperios desprecié; la monarquía
   que me ofreció el Oriente rojo en vano
   dejé, por ver el rostro soberano
   de Claridiana, aurora hermosa mía.
   Améla por milagro único y raro,
   y, ausente en su desgracia, el propio infierno
   temió mi brazo, que domó su rabia.
   Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
   por Dulcinea sois al mundo eterno,
   y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.

DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

   Maguer, señor Quijote, que sandeces
   vos tengan el cerbelo derrumbado,
   nunca seréis de alguno reprochado
   por home de obras viles y soeces.
   Serán vuesas fazañas los joeces,
   pues tuertos desfaciendo habéis andado,
   siendo vegadas mil apaleado
   por follones cautivos y raheces.
   Y si la vuesa linda Dulcinea
   desaguisado contra vos comete,
   ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
   en tal desmán, vueso conorte sea
   que Sancho Panza fue mal alcagüete,
   necio él, dura ella, y vos no amante.

DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE

Soneto

   B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
   R. Porque nunca se come, y se trabaja.
   B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
   R. No me deja mi amo ni un bocado.
   B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
   pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
   R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
   ¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
   B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
   B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
   B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
   ¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
   si el amo y escudero o mayordomo
   son tan rocines como Rocinante?

Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha





Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
don Quijote de la Mancha


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,
rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres
partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba
Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración
dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad
y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como
los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en
muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de
vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de
tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera,
y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo
estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era
hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero:
Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del
mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si
alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,
del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino
a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero
de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él
solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos
topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento
que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se
dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.

Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una
semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la
diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más
tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció
que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según
se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y
tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba
acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón
que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin
le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora
era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo,
y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don
Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los autores desta tan
verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada,
como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no
sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al
vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su
rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra
cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él
a sí:

-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por
ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle
presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza
disponga de mí a su talante''?

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree,
que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,
ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a
ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y,
buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.